Por Christina Fernández-Morrow, Hola Iowa
Raquel Paz nunca se imaginó que hornear bocadillos para sus compañeros de trabajo la llevaría a convertirse en una de las primeras latinas en abrir un negocio en Des Moines. Paz, su marido Jesús y su hija pequeña se mudaron a Iowa a finales de los 90, donde encontraron trabajo limpiando oficinas. Por las tardes, Paz disfrutaba horneando pasteles que aprendió a hacer de niña en México. Pero no es el tiempo en la cocina en lo que más confía Paz para su negocio, sino en las veces que iba de compras con su abuela. “Hablaba con todo el mundo en el mercado. Estábamos allí más tiempo del necesario porque ella conversaba con todo el mundo. Creo que he heredado ese rasgo”. Le encanta hablar con sus clientes y hacerles felices. “Ser latina me ayuda a ser más auténtica en mis interacciones con los clientes. Hablamos de algo más que de pasteles; hablamos de nuestras vidas, nuestra cultura, la comida, nuestras familias, lo que nos pasa. Siempre hay algo con lo que identificarse. Esas conexiones me vigorizan”. Además de ayudarle a conocer mejor a los clientes, su don para entablar relaciones le ayudó a poner en marcha su negocio.
Después de recibir elogios por los productos que llevaba al trabajo, sus compañeros empezaron a pedirle que hiciera pasteles para sus ocasiones especiales. Empezó con recetas de flan y pastel de tres leches que recordaba de su infancia. Tras recibir críticas muy favorables, creó un folleto y lo colocó en el tablón de anuncios de una tienda de productos mexicanos de Des Moines. “En aquella época no había muchas opciones para los pasteleros hispanohablantes. Llamaba a la gente y les decía: ‘Hola, tengo una oferta en pasteles de queso, ¿quieren hacer un pedido?’. Siempre decían que sí”. Cuando se corrió la voz, empezó a recibir pedidos con más regularidad. Trabajaba todo el día limpiando oficinas y luego llegaba a casa a hornear mientras su marido ayudaba en lo que podía y cuidaba de su bebé. “Teníamos pasteles por todas partes: en las encimeras, dentro de los armarios, por toda la cocina”. Cuando su hija cumplió un año, Paz decidió dejar su trabajo de limpieza y dedicarse a la repostería. Cuando la cocina se le quedó pequeña, tuvo claro que necesitaba un espacio más grande dedicado a la repostería. “Tener un negocio es difícil. Parecía que me iba tan bien cuando mi cocina en casa estaba llena de pasteles, pero en una cocina comercial, aprendí que no era suficiente. Un fin de semana sólo vendí 6 pasteles”. Pero Paz siguió trabajando en sus habilidades y utilizando los comentarios de los clientes para mejorar. Al cabo de un año, la cocina también se le quedó pequeña y empezó a buscar locales que incluyeran una tienda. En 2004 se trasladó a su ubicación actual. Fue uno de los primeros negocios latinos en la zona que más tarde se convertiría en La Placita, un tramo de East Grand Avenue con mayoría de negocios de propietarios latinos que más tarde se desarrolló para parecerse a una plaza de México.
Veinte años después de esa mudanza, Paz reflexiona sobre la transformación que ha experimentado en su negocio.
“He visto muchos cambios en nuestra comunidad. Por ejemplo, recibo muchos más pedidos de pasteles de graduación. Eso me gusta. Ahora tenemos clientes muy diversos. Al principio eran todos latinos, pero ahora tengo algunos clientes no latinos a los que les encantan los pasteles de tres leches”. Aunque las exigencias han cambiado, Paz sigue siendo humilde y honesta. Hay veces en que los clientes quieren un diseño que ella y su equipo no pueden ofrecer. “No podemos hacerlo todo. Me centro en la calidad de lo que podemos hacer; a veces es diferente de lo que el cliente tiene en mente, pero lo suficientemente parecido como para hacerle feliz. Si no podemos hacerlo, les remitimos a otras panaderías que puedan satisfacer sus necesidades”.
Paz se asegura de dar crédito a su familia por apoyar el crecimiento de su negocio y los sacrificios que requiere. Cuando abrieron, Paz trabajaba en la panadería todo el día mientras Jesús limpiaba oficinas. Él se unía a ella después del trabajo y horneaban hasta bien entrada la noche mientras sus hijas jugaban en la panadería. Incluso después de que Jesús dedicara su ayuda a tiempo completo, la pareja tenía muy poco tiempo fuera de la panadería. Hasta 2017, la panadería abría los siete días de la semana. Ese año fue la primera vez que pudo cerrar los domingos, lo que le permitió pasar más tiempo con su familia, que ha crecido hasta tener tres hijas adultas, un yerno y un nieto pequeño. Cuando piensa en el futuro de su negocio, espera que perdure, pero no presiona a sus hijas. “A mis hijas les encanta la panadería y me ayudan todo el tiempo, pero no las veo asumiéndolo y lo respeto. Quiero que sean felices en lo que hagan”.
Una cosa es cierta, la felicidad es lo primero en su negocio. “Me siento privilegiada con cada cliente que viene, desde los de mis días trabajando en mi casa, hasta los que vienen hoy por primera vez”. Con la ayuda de su marido, su equipo en la pastelería y el apoyo de sus hijas, Pastelería Raquel seguirá siendo un elemento imprescindible en la comunidad durante décadas.
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